El
pensamiento crítico latinoamericano es más vibrante que nunca
Desde abajo, por la izquierda y con la Tierra
25 de enero de 2016
25 de enero de 2016
Por
Arturo Escobar
(Sudamérica
Rural)
Las contribuciones teórico-políticas para repensar la región reverberan
a lo largo y ancho del continente, en los encuentros de los pueblos, en
las mingas de pensamiento, en los debates de movimientos y colectivos,
en las asambleas de comunidades en resistencia, en las movilizaciones de
jóvenes, mujeres, campesinos y ambientalistas, y sin duda también en
algunos de aquellos sectores que tradicionalmente se han considerado los
espacios del pensamiento crítico por excelencia, tales como las
universidades, la academia y las artes.
Un
listado de las tendencias más notables del pensamiento crítico
latinoamericano tendría que incluir, entre otras, las críticas a la
modernidad y a la teoría decolonial; los feminismos autónomos,
decoloniales, y comunitarios; la diversa gama de debates ecológicos y de
economías alternativas, incluyendo la ecología política, la economía
social y solidaria (ESS), las economías comunales; las posiciones
autonómicas; otras y nuevas espiritualidades; y las diferentes propuesta
de transiciones civilizatorias, el posdesarrollo, el Buen Vivir, y el
post-extractivismo. Más importante aún, toda genealogía y catálogo del
pensamiento latinoamericano debe incluir las categorías, saberes, y
conocimientos de las comunidades mismas y sus organizaciones como uno de
las expresiones más potentes del pensamiento crítico. Esta última
proposición constituye el mayor desafío para el pensamiento crítico
latinoamericano dado que la estructura epistémica de la modernidad (ya
sea liberal, de derecha o de izquierda) se ha erigido sobre el
borramiento efectivo de este nivel crucial del pensamiento, y es
precisamente este nivel el que emerge, hoy en día, con mayor claridad y
contundencia.
Un análisis de la coyuntura regional y planetaria y de cómo ésta se refleja en los debates teórico-políticos del continente nos lleva a postular las siguientes hipótesis. Primero, que el pensamiento crítico latinoamericano no está en crisis, sino en efervescencia. Segundo, que los conocimientos de los pueblos en movimiento, de las comunidades en resistencia y de muchos movimientos sociales están en la avanzada del pensamiento para las transiciones, y cobran una relevancia inusitada para la reconstitución de mundos ante las graves crisis ecológicas y sociales que enfrentamos, más aun que los conocimientos de expertos, las instituciones y la academia. (Aclaro que esto no quiere decir que estos últimos sean inútiles, sino que ya son claramente insuficientes para generar las preguntas y pautas para enfrentar las crisis).
Para verlo de esta manera, sin embargo, es necesario ampliar el espacio
epistémico y social de lo que tradicionalmente se ha considerado el
pensamiento crítico latinoamericano para incluir, junto al pensamiento
de la izquierda, al menos dos grandes vertientes que desde las últimas
dos décadas han estado emergiendo como grandes fuentes de producción
crítica: aquella vertiente que surge de las luchas y pensamientos ‘desde
abajo’, y aquellas que están sintonizadas con las dinámicas de la
Tierra. A estas vertientes las llamaremos ‘pensamiento autonómico’ y
‘pensamiento de la Tierra’, respectivamente. Mencionemos por lo pronto
que el primero se refiere al pensamiento, cada vez más articulado y
discutido, que emerge de los procesos autonómicos que cristalizan con el
Zapatismo pero que incluyen una gran variedad de experiencias y
propuestas a lo largo y ancho del continente, desde el sur de México al
suroccidente de Colombia, y desde allí al resto del continente.
Todos estos movimientos
enfatizan la reconstitución de lo comunal como el pilar de la autonomía.
Autonomía, comunalidad y territorialidad son los tres conceptos claves
de esta corriente.
Con pensamiento de
la Tierra, por otro lado, nos referimos no tanto al movimiento
ambientalista y a la ecología sino a aquella dimensión que toda
comunidad que habita un territorio sabe que es vital para su existencia:
su conexión indisoluble con la Tierra y con todos los seres vivos. Más
que en conocimientos teóricos, esta dimensión se encuentra
elocuentemente expresada en el arte (tejidos), los mitos, las prácticas
económicas y culturales del lugar, y en las luchas territoriales y por
la defensa de la Pacha Mama. Esto no la hace menos importante, sino
quizás más, para la crucial tarea de todo pensamiento crítico en la
coyuntura actual, a la cual nos referiremos como ‘la reconstitución de
mundos’.
Así, quisiera definir el pensamiento crítico latinoamericano como el entramado de tres grandes vertientes: el pensamiento de la izquierda, el pensamiento autonómico y el pensamiento de la Tierra. Estas no son esferas separadas y preconstituidas sino que se traslapan, a veces alimentándose mutuamente, otras en abierto conflicto. Mi argumento es que hoy en día tenemos que cultivar las tres vertientes, manteniéndolas en tensión y en diálogo continuo, abandonando toda pretensión universalizante y de poseer la verdad. Dicho de otra manera, a la formula zapatista de luchar “desde abajo y por la izquierda”, hay que agregar una tercera base fundamental, “con la Tierra” (hasta cierto punto implícita en el zapatismo).
El
pensamiento de la izquierda y la izquierda del pensamiento
Qué tantas cosas es la izquierda: teoría, estrategia, práctica, historia
de luchas, humanismo, íconos, emociones, canción, arte, tristezas,
victorias y derrotas, revoluciones, momentos bellos y de horror, y
muchas otras cosas. Cómo no seguir inspirándonos en los momento más
hermosos de las luchas revolucionarias socialistas y comunistas a través
de su potente historia; al menos para mi generación, cómo no seguir
conmoviéndose por la carismática figura del Che, o de un Camilo Torres
esperando la muerte con un fusil en la mano que nunca disparó, figuras
estas que continúan engalanando las paredes de las universidades
públicas de Colombia y el continente y que aún nos hacen sonreír al
verlas. Cómo no pensar en el bello e intenso rojo de las banderas de las
movilizaciones campesinas y proletarias de otrora, de campesinos
aprendiendo a leer con los ubicuos libritos rojos, esperando marchar por
el derecho a la tierra. Cómo no incorporar en toda lucha y en toda
teoría los principios de justicia social, los imaginarios de igualdad de
clase, y los ideales de libertad y emancipación de la izquierda
revolucionaria.
A
nivel teórico, es imperante reconocer las múltiples contribuciones del
materialismo dialéctico y el materialismo histórico, su renovación en el
encuentro con el desarrollismo (dependencia), el ambientalismo (marxismo
ecológico), el feminismo, la teología de la liberación, el
postestructuralismo (Laclau y Mouffe), la cultura (Stuart Hall) y lo
poscolonial. Sin embargo, aunque esta amplia gama de teorías sigue
siendo claramente relevante, hoy en día, reconocemos con facilidad los
inevitables apegos modernistas del materialismo histórico (como su
aspiración a la universalidad, la totalidad, la teleología y la verdad
que se le cuelan aun a través del agudo lente analítico de la
dialéctica). Más aún, no se puede desconocer que vamos aprendiendo
nuevas formas de pensar la materialidad, de la mano de la ecología
económica, las teorías de la complejidad, la emergencia, la autopoiesis
y la auto-organización y de las nuevas formas de pensar la contribución
de todo aquello que quedó por fuera en la explicación modernista de lo
real, desde los objetos y las ‘cosas’ con su ‘materialidad vibrante’
hasta todo el rango de lo no-humano (microrganismos, animales, múltiples
especies, minerales), que tanto como las relaciones sociales de
producción son determinantes de las configuraciones de lo real. En estas
nuevas ‘ontologías materialistas’ hasta las emociones, los sentimientos,
y lo espiritual tienen cabida como fuerzas activas que producen la
realidad.
Quisiera recalcar dos nociones de este breve recuento. Por un lado, la
ruptura de los nuevos materialismos con el antropocentrismo de los
materialismos de la modernidad. Del otro, y como corolario, el
‘desclasamiento epistémico’ a que se ven abocadas aquellas vertientes
que usualmente consideramos de izquierda. Por desclasamiento epistémico
me refiero a la necesidad de abandonar toda pretensión de universalidad
y de verdad, y
una apertura activa a aquellas otras formas de pensar, de luchar y de
existir que van surgiendo, a veces con claridad y contundencia, a veces
confusas y titubeantes, pero siempre afirmativas y apuntando a otros
modelos de vida, en tantos lugares de un continente que pareciera estar
cercano a la ebullición. Este desclasamiento convoca a los pensadores de
izquierda a pensar más allá del episteme de la modernidad, a atreverse a
abandonar de una vez por todas sus categorías más preciadas, incluyendo
el desarrollo, el crecimiento económico y el mismo concepto de ‘hombre’.
Los conmina a sentipensar con la Tierra y con las comunidades en
resistencia para rearticular y enriquecer su pensamiento.
El
pensamiento desde abajo
Un fantasma
recorre el continente: el fantasma del autonomismo.
El autonomismo, es una fuerza teórico-política que comienza a recorrer
Abya Yala/Afro/Latino-América de forma sostenida, contra viento y marea
y a pesar de sus altibajos.
Surge de la
activación política de la existencia colectiva y relacional de una gran
variedad de grupos subalternos –indígenas y afrodescendientes,
campesinos, pobladores de los territorios urbanos populares, jóvenes,
mujeres solidarias. Es la ola
creada por los condenados de la tierra en defensa de sus territorios
ante la avalancha del capital global neoliberal y la modernidad
individualista y consumista.
Se le ve en acción en tantas movilizaciones de las últimas dos décadas, en encuentros inter-epistémicos, en mingas de pensamiento, cumbres de los pueblos, y en convergencias de todo tipo donde los protagonistas centrales son los conocimientos de las comunidades y los pueblos que resisten desde las lógicas de vida de sus propios mundos. Involucra a todos aquellos que se defienden del desarrollo extractivista porque saben muy bien que “para que el desarrollo entre, tiene que salir la gente”. Son los que luchan, como sostienen los zapatistas, por un mundo donde quepan muchos mundos. Aquellos “que ya se cansaron de no ser y están abriendo el camino” (M. Rozental), de los sujetos de la digna rabia, de todas y todos los que luchan por un lugar digno para los pueblos del color de la Tierra.
A nivel teórico, el autonomismo se relaciona con una gran variedad de
tendencias, desde el pensamiento decolonial y los estudios subalternos y
postcoloniales hasta las epistemologías del sur y la ecología política,
entre otros.
Tiene un parentesco claro con nociones tales como la descolonización del
saber, la justicia cognitiva y la inter-culturalidad.
Pero
su peso teórico–político gravita en torno a tres grandes conceptos:
autonomía, comunalidad y territorialidad,
sólo el primero de los cuales tiene alguna genealogía en las izquierdas,
especialmente en el anarquismo. El autonomismo tiene su razón de ser en
la profundización de la ocupación ontológica de los territorios y los
mundos-vida de los pueblos-territorio por los extractivismos de todo
tipo y por la globalización neoliberal. Esta ocupación es realizada por
un mundo hecho de un mundo (capitalista, secular, liberal, moderno,
patriarcal), que se arroga para
si el derecho de ser ‘el Mundo’, y que rehúsa relacionarse con todos
esos otros mundos que se movilizan cada vez con mayor claridad
conceptual y fuerza política en defensa de sus modelos de vida
diferentes. El autonomismo nos habla de sociedades en movimiento,
más que de movimientos sociales (R. Zibechi, refiriéndose a la ola de
insurrecciones indígeno-populares que llevaran al poder a Evo Morales),
y podríamos hablar con mayor pertinencia aun de mundos en movimiento,
porque aquello que emerge son verdaderos mundos relacionales, donde
prima lo comunal sobre lo individual, la conexión con la Tierra sobre la
separación entre humanos y no-humanos, y el buen vivir sobre la
economía.
En
el lenguaje de la ‘ontología política’, podemos decir que muchas luchas
étnico-territoriales pueden ser vistas como luchas ontológicas – por la
defensa de otros modelos de vida. Interrumpen el proyecto globalizador
de crear un mundo hecho de un solo mundo. Dichas luchas son cruciales
para las transiciones ecológicas y culturales hacia un mundo en el que
quepan muchos mundos (el pluriverso). Constituyen la avanzada de la
búsqueda de modelos alternativos de vida, economía, y sociedad.
Son luchas que enfrentan ‘entramados comunitarios’ y ‘coaliciones de
corporaciones transnacionales’
(Raquel Gutiérrez A.), buscando la reorganización de la sociedad sobre
la base de autonomías locales y regionales; la autogestión de la
economía bajo principios comunales, aun si articuladas con el mercado; y
una relación con el Estado pero solamente para neutralizar en lo posible
la racionalidad del estado. En resumen, son luchas que buscan
organizarse como los poderes de una sociedad otra, no-liberal,
no-estatal y no-capitalista.
La autonomía es de esta forma una práctica teórico-política de los movimientos étnico-territoriales – pensarse de adentro hacia afuera, como dicen algunas líderes afrodescendientes en Colombia, o cambiando las tradiciones tradicionalmente y cambiando la forma de cambiar, como dicen en Oaxaca. “La clave de la autonomía es que un sistema vivo encuentra su camino hacia el momento siguiente actuando adecuadamente a partir de sus propios recursos”, nos dice el biólogo Francisco Varela, definición que aplica a las comunidades. Implica la defensa de algunas prácticas así como la transformación e invención de otras. Podemos decir que en su mejor acepción la autonomía es una teoría y práctica de la inter-existencia, una herramienta de diseño para el pluriverso.
El
objetivo de la autonomía es la realización de lo comunal, entendida como
la creación de las condiciones para la autocreación continua de las
comunidades (su autopoiesis) y para su acoplamiento estructural exitoso
con sus entornos cada vez más globalizados. Las nociones de comunidad
están reapareciendo en diversos espacios epistémico-políticos,
incluyendo las movilizaciones de indígenas, afrodescendientes y
campesinos, sobre todo en México, Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú.
Cuando se habla de comunidad se usa en varios sentidos: comunalidad, lo
comunal, lo popular-comunal, las luchas por los comunes, comunitismo
(activismo comunitario). La comunalidad (la condición de ser comunal)
constituye el horizonte de inteligibilidad de las culturas de la América
profunda e igualmente de luchas nuevas, aun en contextos urbanos; es una
categoría central en la vida de muchos pueblos, y continua siendo su
vivencia o experiencia más fundamental. Todo concepto de comunidad en
este sentido se entiende de forma no esencialista, comprendiendo ‘la
comunidad’ en toda su heterogeneidad e historicidad, siempre surtiéndose
de la ancestralidad (el tejido relacional de la existencia comunal),
pero abierta hacia el futuro en su autonomía.
Como dicen los comuneros indígenas misak del Norte del Cauca de
Colombia, hay que “recuperar la tierra para recuperarlo todo … por eso
tenemos que pensar con nuestra propia cabeza, hablando nuestro propio
idioma estudiando nuestra historia, analizando y transmitiendo nuestras
propias experiencias así como la de otros pueblos” (Cabildo Indígena de
Guambia, 1980, citado en Quijano 2012: 257). O como lo expresan los nasa
en su movilización, la minga social y comunitaria, "la palabra sin
acción es vacía. La acción sin la palabra es ciega. La acción y palabra
sin el espíritu de la comunidad son la muerte". Autonomía, comunalidad,
territorio, y relacionalidad aparecen aquí íntimamente ligados,
constituyendo todo un marco teórico-político original dentro de esta
segunda vertiente del pensamiento crítico de Abya Yala/Afro/Latino-América.
El
pensamiento de la Tierra
La
relacionalidad – la forma relacional de ser, conocer y hacer – es el
gran correlato de la autonomía y la comunalidad. Así puede verse en
muchas cosmovisiones de los pueblos, tales como la filosofía africana
del Muntu o concepciones de la Madre Tierra como la Pachamama, Ñuke mapu,
o Mama Kiwe, entre muchas otras. También está implícita en el concepto
de crisis civilizatoria, siempre y cuando se asume que la crisis actual
es causada por un modelo particular de mundo (una ontología), la
civilización moderna de la separación y la desconexión, donde humanos y
no humanos, mente y cuerpo, individuo y comunidad, razón y emoción, etc.
se ven como entidades separadas y autoconstituidas.
Las ontologías o mundos relacionales se fundamentan en la noción de que todo ser vivo es una expresión de la fuerza creadora de la tierra, de su auto-organización y constante emergencia. Nada existe sin que exista todo lo demás (“soy porque eres”, porque todo lo demás existe, dicta el principio del Ubuntusurafricano). En las palabras del ecólogo y teólogo norteamericano Thomas Berry, “la Tierra es una comunión de sujetos, no una colección de objetos”. El Mandato de la Tierra del que hablan muchos activistas nos conmina por consecuencia a ‘vivir de tal forma que todos puedan vivir’. Este mandato es atendido con mayor facilidad por los pueblos-territorio: “Somos la continuidad de la tierra, miremos desde el corazón de la tierra” (Marcus Yule, gobernador nasa). No en vano es la relación con la Tierra central a las luchas indígenas, afro, y campesinas en el contexto actual.
Desde esta perspectiva, el gran desafío para la izquierda y al
autonomismo es aprender a sentipensar con la Tierra.
Escuchar profundamente tanto el grito de los pobres como el grito de la
Tierra (L. Boff, Laudato Si). Es refrescante pensar que de las tres
vertientes mencionadas la más antigua es esta tercera. Viene desde
siempre, desde que los pueblos aprendieron que eran Tierra y relación,
expresiones de la fuerza creadora del universo, que todo ser es
ser-Tierra. Podemos decir, sin caer en anacronismo alguno, que las
‘cosmogonías’ de muchas culturas del mundo son el pensamiento primigenio
de la Tierra.
Es el pensamiento cosmocéntrico de los tejidos y entramados que
conforman la vida, aquel que sabe, porque siente, que todo en el
universo está vivo, que la conciencia no es prerrogativa de los humanos
sino una propiedad distribuida en todo el espectro de la vida. Es el
pensamiento de aquellos que defienden la montaña contra la minería
porque ella es un ser vivo (M. de la Cadena), o los páramos y
nacimientos de agua porque son el origen de la vida, con frecuencia
lugares sagrados donde lo humano, lo natural, y lo espiritual se funden
en un complejo entramado vital.
El
pensamiento de la tierra subyace las concepciones de territorio. “Tierra
puede tener cualquiera, pero territorio es otra cosa”, dicen algunos
mayores afrodescendientes en el Pacífico colombiano, gran territorio
negro. El territorio es el espacio para la evidencia de mundos
relacionales. El territorio es el lugar de aquellos que cuidan la
tierra, como lucidamente lo expresaran las mujeres de la pequeña
comunidad negra de La Toma en el Norte del Cauca, movilizadas contra la
minería ilegal de oro: “A las mujeres que cuidan de sus territorios. A
las cuidadoras y los cuidadores de la Vida Digna, Sencilla y Solidaria.
Todo esto que hemos vivido ha sido por el amor que hemos conocido en
nuestros territorios. Nuestra tierra es nuestro lugar para soñar con
dignidad nuestro futuro. Tal vez por eso
nos persiguen, porque queremos una vida de autonomía y no de
dependencia, una vida donde no nos toque mendigar, ni ser víctimas”
(Carta abierta de Francia Márquez, líder de La Toma, abril 24 del 2015).
Marchando y defendiendo sus derechos, las mujeres de La Toma afirman que
“el territorio es la vida y la vida no se vende, se ama y se defiende”.
También
encontramos el pensamiento de la Tierra en la cosmoacción de muchos
pueblos indígenas. El Plan de Vida del pueblo misak, por ejemplo, se
explica como una propuesta de “construcción y reconstrucción de un
espacio vital para nacer, crecer, permanecer y fluir. El plan es una
narrativa de vida y sobrevivencia, es la construcción de un camino que
facilita el tránsito por la vida, y no la simple construcción de un
esquema metodológico de planeación” (en: Quijano
2012: 263).
Por esto, muchos pueblos describen su lucha política como ‘la liberación
de la Madre Tierra”.
La pregunta clave para estos movimiento es: ¿cómo
mantener las condiciones para la existencia y la re-existencia frente al
embate desarrollista, extractivista y modernizador? Esta pregunta y el
concepto de liberación de la Madre Tierra, son potentes conceptos para
toda práctica política en el presente: para la izquierda y los procesos
autonómicos tanto como para las luchas ambientales y por otros modelos
de vida. Vinculan justicia ambiental, justicia cognitiva, autonomía, y
la defensa de mundos (J. Martínez-Alier,
V. Toledo).
Para nosotros, los urbano-modernos, que vivimos en los espacios más marcados por el modelo liberal de vida (la ontología del individuo, la propiedad privada, la racionalidad instrumental y el mercado), la relacionalidad constituye un gran desafío, dado que se requiere un profundo trabajo interior personal y colectivo para desaprender la civilización de la desconexión, del economismo, la ciencia y el individuo. Quizás implica abandonar la idea individual que tenemos de práctica política radical. ¿Cómo tomamos en serio la inspiración de la relacionalidad? ¿Cómo re-aprendemos a inter-existir con todos los humanos y no-humanos? ¿Debemos recuperar cierta intimidad con la Tierra para re-aprender el arte de sentipensar con ella? ¿Como hacerlo en contextos urbanos y descomunalizados?
¿Salir de la modernidad?
El desclasamiento epistémico de la izquierda implica atreverse a
cuestionar el desarrollo y la modernidad. Sólo de esta forma podrá el
pensamiento de izquierda participar en pensar y construir las
transiciones civilizatorias que se adumbran desde el pensamiento
autonómico y de la Tierra.
Como es bien sabido, el progresismo de las últimas dos décadas ha sido
profundamente modernizador, y su modelo económico está basado en el
núcleo duro de premisas de la modernidad, incluyendo el crecimiento
económico y el extractivismo.
Tanto en el Norte Global como en el Sur Global, el pensamiento de las
transiciones tiene muy claro que las transiciones deben ir más allá del
modelo de vida que se ha impuesto en casi todos los rincones del mundo
con cierta visión dominante de la modernidad.
Salir de la modernidad sólo se
logrará caminando apoyados en las tres vertientes mencionadas.
Sanar la vida humana y la Tierra requieren de una verdadera transición
“del período cuando los humanos eran una fuerza destructiva sobre el
planeta Tierra, al período cuando los humanos establecen una nueva
presencia en el planeta de forma mutuamente enriquecedora” (T. Berry).
Significa caminar decididamente hacia una nueva era, que algunos
denominan como ‘Ecozoica’ (la casa de la vida; T. Berry/L. Boff).
El cambio climático es solamente
una de las manifestaciones más patentes de la devastación sistemática de
la vida por la modernidad capitalista.
La
liberación de la madre Tierra, concebida desde el cosmocentrismo y la
cosmoacción de muchos pueblos-territorio, nos invitan a ‘disoñar’ el
diseño de mundos. Este acto de disoñacion y de diseño tiene como
objetivo reconstituir el tejido de la vida, de los territorios, y de las
economías comunalizadas. Como lo dice un joven misak, se trata de
convertir el dolor de la opresión de siglos en espereza y está en la
base de la autonomía. Para los activistas afrocolombianos del Pacífico,
tan impactado por las locomotoras desarrollistas, esta región es un
Territorio de Vida, Alegría, Esperanza, y Libertad. Hay un sabio
principio para la práctica política de todas las izquierdas en la noción
de tejer la vida en libertad.
Las tres vertientes presentadas no constituyen un modelo aditivo sino de múltiples articulaciones. No son paradigmas que se reemplazan nítidamente unos a otros. Queda claro, sin embargo, la necesidad de que la izquierda y el autonomismo (y el humano) devengan Tierra. El humano ‘post-humano’ – aquel ‘humano’ que emerja del final del antropocentrismo – habrá de aprender de nuevo a existir como ser vivo en comunidades de humanos y no-humanos, en el único mundo que verdaderamente compartimos que es el planeta. La re-comunalización de la vida y la re-localización de las economías y la producción de los alimentos en la medida de lo posible – principios claves de los activismos y diseños para la transición – se convierten en principios apropiados para la práctica teórico-política del presente. En esto yace la esperanza; al fin y al cabo, “la esperanza no es la certeza de que algo pasará, sino de que algo tiene sentido, pase lo que pase” (G. Esteva).
Aquéllos que aun insistan en la vía del desarrollo y la modernidad son
suicidas, o al menos ecocidas, y sin duda históricamente anacrónicos.
Por el contrario, no son románticos ni ‘infantiles’ aquellos que
defienden el lugar, el territorio, y la Tierra; constituyen la avanzada
el pensamiento pues
están en sintonía con la Tierra y entienden la problemática central de
nuestra coyuntura histórica, las transiciones hacia otros modelos de
vida, hacia un pluriverso de mundos.
No podemos imaginar y construir el postcapitalismo (y el postconflicto)
con las categorías y experiencias que crearon el conflicto
(particularmente el desarrollo y el crecimiento económico). Saltar al
Buen Vivir sin completar la fase de industrialización y modernización es
menos romántico que completarla, ya sea por la vía de la izquierda o de
la derecha.
No podemos construir lo nuestro con lo mismo … lo posible ya se hizo,
ahora vamos por lo imposible
(Activistas indígenas, campesinos y Afrodescendientes, Tramas y Mingas
por el Buen Vivir, Popayán, 2014).
Podremos atrevernos a afirmar que Abya Yala/Afro/Latino-América hoy presenta al mundo, en la complejidad de su pensamiento crítico en las tres vertientes tan esquemáticamente resumidas, un modelo diferente de pensar, de mundo, y de vida. En esto – y a pesar de todas las tensiones y contradicciones entre las vertientes y al interior de cada una de ellas – radicaría ‘la diferencia latinoamericana’ para la primera mitad del Siglo XXI. Algo que si podemos decir con certeza, con la gran Mercedes Sosa, es que pueblos, colectivos, movimientos, artistas e intelectuales caminan la palabra ‘por la cintura cósmica del sur’ en ‘la región más vegetal del tiempo y de la luz’ que es el hermoso continente que habitamos. Gracias a la vida, que nos ha dado tanto…
Arturo Escobar es
profesor de antropología en la Universidad de Carolina del Norte en
Chapel Hill e Investigador Asociado del Grupo Cultura/Memoria/Nación de
la Universidad del Valle en Cali. Ha sido profesor visitante de
universidades en Ecuador, Argentina, España, Finlandia, Mali, Holanda, e
Inglaterra. Sus intereses principales son: la ecología política, el
diseño ontológico, la antropología del desarrollo, los movimientos
sociales y la tecnociencia. Durante los últimos veinte años ha
colaborado con organizaciones y movimientos sociales afro-colombianos en
la región del Pacífico colombiano, particularmente el Proceso de
Comunidades Negras (PCN). Su libro más conocido es La invención del
desarrollo (1996, 2ª. Ed. 2012). Sus libros más reciente son Territorios
de Diferencia: lugar, movimiento, vida, redes (2010); Una minga para el
postdesarrollo(2013); y Sentipensar con la Tierra. Nuevas lecturas sobre
desarrollo, territorio y diferencia (2014). Algunos de sus textos pueden
ser consultados en http://aescobar.web.unc.edu/
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