Debatir Venezuela…
Debatir el “ciclo progresista”
Extractivismo y
dialéctica de la dependencia
2 de agosto de 2017
Por Horacio Machado Aráoz (Rebelión)
(...)Extractivismo
progresista, ¿post-neoliberal
y anti-imperialista?
“Para luchar contra el
imperialismo es indispensable entender que no se trata de un factor externo a
la sociedad nacional latinoamericana, sino por el contrario, forma el terreno
en el cual esta sociedad hunde sus raíces y constituye un elemento que la
permea en todos sus aspectos”. (Ruy Mauro Marini, Prefacio a la 5° edición
de “Subdesarrollo y revolución”, 1974).
Lo que señalamos para el caso bolivariano -la
expresión de la voluntad política más audaz y ambiciosa del último ciclo de
rebeliones populares en NuestraméricaAbyayalense-, es perfectamente aplicable a
todos y a cualquiera de las experiencias de los gobiernos progresistas del
reciente ciclo. Las razones de la profunda crisis que hoy se cierne sobre
Venezuela son en gran medida las razones del ocaso y del “fin de ciclo progresista”.
Por cierto, con matices, pero sin diferencias en lo fundamental, lo dicho y
analizado sobre el rentismo petrolero es válido para la soja, la pasta de
celulosa, el cobre, el litio, el hierro, la palma aceitera, en fin, para
cualquier commodity. El capitalismo,
desde sus orígenes hasta la fecha, se ha caracterizado por sembrar en sus
periferias países-commodities,
economías coloniales que le abastecen los imprescindibles subsidios ecológicos
que precisa para alimentar la voracidad insaciable del “molino satánico”
(Polanyi, 1949) de la acumulación sin fin/como fin en sí mismo.
Estamos hablando en todos los casos de la
configuración de regímenes extractivistas, de los cuales, (tratándose del
excremento del diablo), el extractivismo petrolero es el peor y más extremo de
los modelos. Así, el gran yerro no sólo de los conductores estatales del
proceso bolivariano, sino de las experiencias de los gobiernos progresistas en
general, fue haber pretendido pensar y/o construir una sociedad más justa, más
igualitaria y más democrática sobre la base de la profundización del
extractivismo.
Pretender “salir del neoliberalismo”, luchar
contra el “imperialismo”, peor incluso, proyectar “la revolución” o impulsar
un “proceso revolucionario” mediante la intensificación del extractivismo es el
más absurdo oxímoron político que nos ha legado el fallido ciclo progresista en
América Latina. Sencillamente, porque el extractivismo no
es una característica pasajera de una economía nacional, sino que da cuenta de
una función geometabólica del
capital, fundamental e imprescindible para el sostenimiento continuo y
sistemático de la acumulación a escala global.
“Extractivismo” no se circunscribe a las
economías primario-exportadoras, sino que refiere a esa matriz de
relacionamiento histórico estructural que el capitalismo como sistema-mundo ha
urdido desde sus orígenes entre las economías imperiales y “sus” colonias; se
trata de ese vínculo ecológico-geográfico, orgánico, que “une” asimétricamente
las geografías de la pura y mera extracción/expolio, con las geografías donde
se concentra la disposición y el destino final de las riquezas naturales. La
apropiación desigual del mundo, la concentración del poder de control y
disposición de las energías vitales, primarias (Tierra/materia) y sociales
(Cuerpos/trabajo), en manos de una minoría, a costa del despojo de vastas
mayorías de pueblos, culturas y clases sociales, eso es lo que el extractivismo
asegura y hace posible.
En definitiva, este fenómeno da cuenta de la dimensión ecológica del imperialismo, como factor
fundamental y condición de posibilidad material del sostenimiento del sistema
capitalista global. La economía imperial del capital ha precisado -como
condición histórico-material de posibilidad- la constitución de regímenes extractivistas para poder afianzarse y expandirse
hegemónicamente como sistema-mundo. Nuestro continente “nació” (fue, en
realidad, violentamente incrustado al naciente sistema-mundo) como producto de
un zarpazo colonial que nos constituyó, desde fines del siglo XV hasta la
fecha, como una economía
minera, zona de sacrificio. Desde entonces, nuestras sociedades se
con-formaron bajo el formato de regímenes extractivistas, más aún incluso, a partir de las
“guerras de independencia” y la constitución de nuestros países como “estados
nacionales”.
Así, el extractivismo en América Latina no
significa apenas un tipo de “explotación de los recursos naturales”, sino que
da cuenta de todo un patrón de poder que estructura, organiza y regula la vida
social en su conjunto en torno a la apropiación y explotación oligárquica (por
tanto, estructuralmente violenta) de la Naturaleza toda, (incluida, esa forma
especialmente compleja y frágil de la Naturaleza que son los cuerpos humanos
vivientes). El extractivismo en nuestra región es la perenne marca de origen de
nuestra condición colonial, que no se ha borrado sino que se ha afianzado,
durante nuestra etapa ‘post-colonial’.El extractivismo ha permeado nuestra
cultura, ha moldeado nuestra institucionalidad, nuestra territorialidad e
‘idiosincrasia nacional’; ha dejado su huella indeleble en la estructura de
clases, en las desigualdades racistas y sexistas; en fin, en la naturaleza de
los regímenes políticos, el tipo de estructura de relaciones de poder y sus
modalidades de ejercicio y reproducción. En una palabra, los regímenes
extractivistas son, ni más ni menos, que la base estructural de las formaciones
geo-sociales (Santos, 1996) propias del capitalismo
colonial-periférico-dependiente; expresan la modalidad específica que el capitalismo
adquiere en la periferia.
Por eso, en todo caso, la
profundización, ampliación o intensificación del extractivismo, es la
profundización, ampliación e intensificación de nuestra condición
periférico-dependiente, colonial, dentro del capitalismo mundial. El
extractivismo funciona como dispositivo clave de reproducción de nuestra
integración subordinada al sistema-mundo;está en el meollo mismo de la dialéctica de la dependencia. Esto
significa que, en nuestras sociedades, la expansión del crecimiento económico
va insoslayablemente aparejado a la profundización de la dependencia y a la
intensificación de los mecanismos estructurales de expropiación. La razón
progresista ha sido ciega a este elemental (y viejo) problema constitutivo de
nuestras formaciones sociales.
Aparentemente, a juzgar por sus políticas y
por su retórica, el progresismo creyó posible “salir del
neoliberalismo” y “luchar contra el imperialismo” profundizando la matriz
extractivista y acelerando al extremo la exportación de materia y energía.
Entendiendo el “post-neoliberalismo” como políticas de “inclusión social” (vía
programas masivos de asistencia social, incremento de los presupuestos de la
infraestructura y prestaciones estatales de servicios básicos, incentivos al
mercado interno para dinamizar el crecimiento del consumo interno, del empleo,
los salarios y la demanda agregada en general) los gobiernos progresistas
materializaron el pasaje del Consenso de Washington al Consenso de Beijing o
“consenso de las commodities”(Svampa, 2013).
Sus políticas “revolucionarias” fueron -en el
fondo- no otra cosa que un momentáneo retorno a políticas neokeynesianas. La
renta extractivista que financió las “políticas de inclusión” (al consumo de
mercado) operaron en realidad una nueva oleada de apropiación y despojo de
tierras, agua y energía, extranjerización y re-primarización del aparato
productivo, mayor penetración y concentración del poder (económico, político e
institucional) en manos de grandes empresas transnacionales; en suma, expansión
de las fronteras materiales y simbólicas del capital hacia cada vez más amplias
y profundas esferas de la vida social. La “inclusión social” fue, de hecho,
inclusión como consumidores; “tener derechos” pasó a significar -para amplias
mayorías- ser beneficiario de ciertos programas sociales y tener acceso a
cierta cuota de consumo en el mercado. La “redistribución del ingreso” no afectó
las desigualdades sociales básicas ni alteró la estructura de clases; los
gobiernos progresistas, en verdad, ni hablaron de “lucha de clases” o
superación de una sociedad de clases: su objetivo manifiesto fue la “ampliación
de las clases medias”. A la par del consumo social compensatorio para las
anchas bases de la pirámide social, se expandió el consumo exclusivo de las élites
y el consumismo mimético de las clases medias.
Por supuesto, esto no significó
desmercantilizar nada, en ningún sentido, sino, al contrario, abrir paso a una
inédita intensificación y ampliación de horizonte de la mercantilización, tanto
a nivel de las prácticas sociales objetivadas, como a nivel de las
subjetividades y sensibilidades, incluso en el imaginario social de los
sectores populares. En definitiva, en este sentido fundamental, los gobiernos progresistas
no marcaron una “etapa post-neoliberal”, sino que fueron la prolongación y
profundización del neoliberalismo por otros medios . Todo eso, financiado
por la exportación creciente de materias primas; por la profundización del
extractivismo.
Así, nuestro crecimiento “a tasas chinas” fue
funcional a la revitalización de la dinámica de acumulación global. Cada carga
de nuestras exportaciones alimentó la locomotora capitalista mundial con
gravosos subsidios ecológicos extraídos de nuestros territorios/cuerpos. Cada
punto de incremento en la demanda mundial (china) de nuestras materias primas
dio mayor impulso a la ola de despojo, devastación de ecosistemas y
mercantilización de bienes comunes y cuerpos humanos. Cada nueva obra pública,
cada incremento en la “inversión” en carreteras, hidroeléctricas, puertos,
hidrovías y cuanta infraestructura pública se hizo para “mejorar la
conectividad regional” y la “integración latinoamericana” significó, sí, más
empleo, más consumo popular, pero también, mayor apropiación de plusvalía por
parte de grandes transnacionales, aumento del poder económico y político de la
clase capitalista mundial y de los segmentos de las burguesías internas; en
fin, intensificación y profundización de las economías de enclave:
fragmentación territorial de los ecosistemas, debilitamiento de los entramados
productivos endógenos, pérdida de sustentabilidad y autonomía económica,
tecnológica, financiera y, al contrario, profundización de nuestra inserción
estructuralmente subordinada y dependiente.
Mientras las pudieron sostener, las políticas
expansivas del ciclo progresista mejoraron, sí, a corto plazo, las condiciones
inmediatas de vida de los sectores populares; eso está fuera de discusión. El
punto es que esas mismas políticas intensificaron nuestra posición y condición
de subalternidad en el marco de la geopolítica imperial del capital. Ese crecimiento profundizó la subsunción
geometabólica de nuestros territorios/cuerpos a la trituradora del “molino
satánico” global. De eso hablamos cuando hablamos del extractivismo como
dispositivo clave de la dialéctica de la dependencia. Por eso
mismo, el imperialismo es, principal y fundamentalmente, imperialismo
ecológico: no se trata de
un poder de dominación externo, sino que es intrínseco y constitutivo a
nuestras formaciones sociales; está en las bases mismas de la matriz
socioterritoral, la estructura de clases y de poder de las sociedades
capitalistas periféricas. Los regímenes extractivistas son así, la cara interna
del imperialismo (ecológico) del capital.
Ecologismo popular y radicalización de la
praxis revolucionaria
“El cambio supone una subversión gradual de
las necesidades existentes, es decir, un cambio en los mismos individuos, de
manera que, en los propios individuos, su interés por la satisfacción
compensatoria ceda ante las necesidades emancipatorias. (…)) Evidentemente, la
satisfacción de estas necesidades emancipatorias es incompatible con las
sociedades establecidas de estados capitalistas y estados socialistas”.
(Herbert Marcuse,1979).
“Desde el punto de vista de una formación
económico-social superior, la propiedad privada del planeta en manos de
individuos aislados parecerá tan absurda como la propiedad privada de un hombre
en manos de otro hombre. Ni siquiera toda una sociedad, una nación o, es más,
todas las sociedades contemporáneas reunidas, son propietarias de la tierra. Sólo son sus
poseedoras, sus usufructuarias, y deben legarla mejorada, como bonipatres
familias, a las generaciones venideras”. (Karl Marx, 1867).
Las gravosas e insoslayables consecuencias
económicas, políticas y culturales del extractivismo sobre nuestras sociedades,
es lo que desde un amplio y diverso conjunto de actores (no sólo intelectuales,
investigadores, sino movimientos sociales, pueblos originarios, comunidades
campesinas, organizaciones sociales de base comunitaria, colectivos
asamblearios nucleados en torno al ecologismo popular) hemos venido tan
insistente como infructuosamente planteando al
interior de estos procesos políticos en
nuestra región. Nuestras luchas contra el extractivismono procuraban “hacerle
el juego a la derecha”, ni erosionar la base de sustentabilidad económica y
política de los gobiernos progresistas, sino al contrario. En todo caso,
buscaron siempre mantener claridad en el sentido y el rumbo de la práctica
revolucionaria.
El oficialismo de izquierda, en particular los
“intelectuales orgánicos” que se abroquelaron acríticamente detrás de una
defensa impermeable de esos gobiernos, hoy en su ocaso, desconsideraron
absolutamente esas advertencias. Por negligencia o conveniencia, con soberbia
y/o necedad, ignoraron sistemáticamente los planteos provenientes de los
movimientos del ecologismo popular; muchas veces con mala fe, los asimilaron a
los planteos del ambientalismo nórdico. Desde la oficialidad del poder, se
apropiaron del nuevo lenguaje emancipatorio arduamente construido desde las
luchas: el Buen Vivir o Sumaj Kawsay, Plurinacionalidad, Derechos de la
Naturaleza, Bienes Comunes, Socialismo del Siglo XXI. Lo usaron, sin embargo,
como una nueva retórica para solapar el viejo imaginario (colonial y
políticamente perimido) del desarrollismo “nacional y popular”, centrado en un
“Estado fuerte” que “controla al mercado” y comanda el proceso de “crecimiento
con inclusión social y redistribución de la riqueza”. Lo que nació como expresión
de un nuevo paradigma civilizatorio radicalmente post-capitalista, descolonial,
despatriarcal y ecologista, fue sencillamente banalizado y vaciado de
contenido.
Hasta hoy en día, esa izquierda oficialista
sigue mostrándose completamente ciega ante el extractivismo y su dialéctica de la dependencia. No
sólo no entienden la relevancia, gravedad y urgencia de la problemática
ecológica, sino que tampoco entienden, al parecer, que el extractivismo no es sólo un
problema regional, sino global; no es sólo “ambiental”, sino civilizatorio.
Como muestra dolorosamente la coyuntura crítica de la sociedad venezolana (la de América Latina
toda, pero también la dramática situación del planeta en general), el problema
del extractivismo no es “sólo” la cuestión de la devastación ecológica de
ciertos territorios, sino, en el fondo, la cuestión de raíz de la depredación capitalista del
mundo de la vida como tal.
La lección histórica que nos deja este amargo fin de ciclo, es que, de una
vez por todas, deberíamos ya definitivamente desafiliarnos de la religión
colonial del “progreso”, despejar de nuestro imaginario la ilusión fetichista de que sería
posible desacoplar el engranaje de la producción (capitalista de riqueza) del
de la devastación (de las fuentes y formas de Vida). Pues, en plena Era del
Capitaloceno, en la que nos hallamos, está a la vista que ambos mecanismos
forman parte inseparable del mismo “molino satánico”. El aprendizaje histórico que
deberíamos ser capaces de hacer de la frustrada experiencia del “ciclo
progresista” es que el (neo)desarrollismo de ninguna manera es una alternativa
válida para nuestros pueblos; lejos de ser una vía siquiera ‘transitoria’ hacia
el “socialismos del Siglo XXI”, fue un atajo que nos hundió aún más en las
condiciones estructurales de subalternidad y súper-explotación propias de
nuestra posición colonial-periférico-dependiente dentro del capitalismo global.
No se trata de una cuestión de “reforma” o
“revolución”. No es que los cambios “iban bien”, pero que faltó “seguir avanzando”
en la misma dirección. Se trata de tomar nota de que la política de
“crecimiento con inclusión social” no sólo no alcanza como horizonte político
de cambio social revolucionario, sino que en realidad es una política
completamente errada e históricamente perimida, si a lo que aspiramos es a un
verdadero proceso de emancipación social. Un programa político basado en la
pretensión de la satisfacción (así sea “para
todos y todas”) de las necesidades existentes, es como tal un
programa reaccionario, que inhibe de raíz la posibilidad de imaginar y avanzar
en la dirección de los cambios que precisamos realizar. El sistema justamente
nos constituye como sujetos-sujetados a su reproducción a partir de la
estructuración misma de las necesidades (y la colonización de los deseos): las
necesidades existentes son, en realidad, las que el
sistema necesita para su reproducción; son, por tanto, un aspecto clave de lo
que precisamos cambiar.
Los movimientos del ecologismo popular hemos
venido señalando ese punto ciego de los gobiernos progresistas. Las políticas
de “crecimiento con inclusión social” no sólo son funcionales a la reproducción
del sistema, sino que además se basan en la quimérica creencia de que, dentro
del capitalismo, sería posible “incluir a todos los excluidos”, o peor, de que
“incluyendo a los excluidos” se va transformando el sistema… El programa de la
“inclusión social” no sólo es inviable socialmente (pues el capitalismo es por
definición un régimen oligárquico de apropiación y usufructo diferencial de las
energías vitales, donde “la pobreza de la mayoría, a pesar de lo mucho que
trabajan” sólo va a engordar “la riqueza de una minoría, riqueza que no cesa de
crecer aunque haga ya muchísimo tiempo que hayan dejado de trabajar”), sino
también ecológicamente: hay taxativos límites biológicos y físicos dentro del
Sistema Tierra que hacen inviable un horizonte de “crecimiento infinito”.
Si a mediados del siglo XIX podría haber
sido todavía comprensible, la ceguera ante la crucial cuestión ecológica de
fuerzas sociales que se dicen revolucionarias, anti-capitalistas, resulta, en
el siglo XXI, lisa y llanamente inadmisible. La crisis ecológica, las desigualdades e
injusticias socioambientales, los impactos tóxicos y destructivos del
industrialismo, el urbanocentrismo, el patrón energético moderno, la producción
a gran escala y el consumismo (no sólo sobre los ecosistemas, sino sobre la
condición humana), no pueden no estar en la agenda de un programa que se
proponga seriamente la construcción del socialismo del siglo XXI. Como lo
dijera el comandante Chávez, la construcción del socialismo es, en este siglo,
“razón de vida”.
El ecologismo, así, (el ecologismo popular,
que nada tiene que ver con el conservacionismo, el maltusianismo, la economía
verde ni cualesquiera de las distintas expresiones del eco-capitalismo
tecnocrático) lejos de constituir un programa social ‘reaccionario’ o
‘funcional a la derecha’, expresa en realidad un nuevo umbral del pensamiento
crítico y las energías utópicas. La irrupción de los movimientos del ecologismo
popular en la escena política del siglo XXI está dando cuenta de la necesidad
de una profunda renovación y radicalización del contenido y el sentido de la
práctica revolucionaria; acorde a las necesidades de nuestro tiempo. Porque en
nuestro tiempo, está claro que no se trata de “incluir” sino de “transformar”.
Hay que tomar seriamente -en términos políticos y epistémicos- que
estamos viviendo los momentos extremos de la Era del Capitaloceno (Altvater,
2014; Moore
, 2003), una era signada por las huellas
prácticamente irreversibles que la destructividad intrínseca del capitalismo ha
impreso sobre la Biósfera, la Madre Tierra. Justamente
por ello, el sentido de la acción política y el cambio social que como especie,
como comunidad biológica, asumamos, signará decisivamente nuestras
posibilidades de sobrevivencia, o no. Ese es el escenario en el que nos
hallamos. No se trata de ‘catastrofismo’, sino del más crudo realismo. Como lo
advierte Donna Haraway (2016), el Capitaloceno no es una “nueva” era geológica,
otro horizonte espacio-temporal de larga duración; al contrario, el Capitaloceno designa un “evento
límite”, es decir, un momento de la historia de la Tierra cuyos presupuestos y
condiciones ecológicas y políticas lo hacen inviable: o se transforman esos
presupuestos, o se extingue.
La cuestión ecológica, tal como es planteada
por el ecologismo popular, es así crucial para la sobrevivencia de la especie. Por eso
mismo, nos empuja a atrevernos a pensar el fin del capitalismo, a recuperar y
renovar formas y modos de vida no-capitalistas. Nos incita a pensar la
revolución no apenas como ‘cambio de políticas/políticas redistributivas’,
‘cambio de gobierno’ o ‘toma del Estado’, sino como un radical y profundo cambio civilizatorio. Es decir,
el escenario del Capitaloceno, la posibilidad cierta de un colapso terminal de
las condiciones ambientales que hacen posible la vida humana en el planeta como
consecuencia de la huella ecológica provocada por el capitalismo, nos desafía a
pensar el cambio revolucionario completamente en otra escala; una escala
espacio-temporal mucho más amplia que la que hasta ahora se ha considerado.
Necesitamos pensar la revolución como un cambio de Era Geológica. Si el
Capitaloceno es un momento crítico, donde la vida (al menos en su forma humana)
está expuesta a la extinción, si designa el tiempo geológico en el que el
capitalismo ha trastornado hasta tal punto los flujos elementales del sistema
Tierra casi al extremo de volverla in-habitable, hacer la revolución en el
presente, significa realizar todas las transformaciones que sean necesarias a
fin de restituir las condiciones de habitabilidad del planeta; volver a hacer
de la Tierra, nuestro Oikos/Hogar, el lugar apto para la (re)producción de
nuestra vida como comunidad biológica.
Si la idea de un socialismo del Siglo XXI es
algo más que un mero eslogan político, y lo consideramos, en términos realistas
y concretos como un nuevo horizonte político, un nuevo modo histórico de
(re)producción social de la vida, y un nuevo régimen de relaciones sociales, esa noción de
“socialismo del siglo XXI” nos lleva a pensar la revolución como una profunda
migración civilizatoria que nos saque de la era insostenible del Capitaloceno.
El ecologismo popular -los sujetos y movimientos sociales que lo encarnan- se
toma seriamente este desafío; piensan/pensamos la revolución como cambio sociometabólico, como
una radical transición
socioecológica hacia un
absolutamente nuevo modo de producción social (de la vida), que supone y
requiere no apenas “oponernos al neoliberalismo” sino deconstruir de raíz las
formas elementales del capital.
En este punto, hallamos la convergencia
fundamental entre el chavismo y el ecologismo popular. Si algo precisamos
rescatar y recuperar del movimiento bolivariano, si en algo reside su
originalidad, su pertinencia histórica y su potencia revolucionaria, es en la
centralidad que se le ha querido dar a las comunas como nuevas bases
ecobiopolíticas y unidades de producción de la vida social. Eso que ha sido su
gran aporte histórico, ha sido también -hoy lo podemos ver con claridad- su
límite y su contradicción: construir el socialismo comunal ha quedado sólo como
una expresión de deseos. El chavismo en el gobierno siguió el camino de la
“siembra del petróleo”, en lugar del sendero alter-civilizatorio de la comunalización. Lejos
de favorecer la germinación del poder popular, esa siembra de petróleo lo
intoxicó y lo fue asfixiando cada vez más.
En las horas aciagas que corren, sería de gran
utilidad volver y juntar fuerzas en torno a ese proyecto político que fue
truncado. “Comuna o nada” es un lema que resume el legado perenne del
comandante Chávez y es también un principio elemental clave para orientar el
cambio revolucionario, la transición socioecológica hacia una nueva era
Civilizatoria y Geológica.
Comunalizar es el verbo donde
convergen el chavismo y el ecologismo popular como fuerzas sociales
revolucionarias; es lo que tenemos en común, como horizonte guía y aspiración
transformadora. Comunalizar es, por supuesto, des-mercantilizar,
pero también des-estatalizar: el Estado no es lo opuesto del Mercado, sino la
contracara jurídico-política del capital. Avanzar hacia un socialismo comunal
no implica un “Estado comunal”, sino la deconstrucción radical de la lógica racional-burocrática,
centralizada y vertical de ejercicio del poder y gestión de la vida colectiva. Comunalizar es democratizar y descentralizar los
procesos de producción de la vida; implica sembrar poder y capacidades
autogestionarias, construir autonomía social desde las bases, tanto en las
esferas de la vida doméstica, como de la vida pública. Comunalizar es des-privatizar y desmercantilizar
las relaciones sociales, los imaginarios, los cuerpos y los territorios. No
basta con suprimir la propiedad privada de “los medios
de producción”; tenemos que suprimirla de la faz de la tierra; hacer que llegue
el día en el que “la propiedad privada del planeta en manos de individuos
aislados” sea un absurdo
inaceptable.
Así, radicalizar la revolución es comunalizar la Madre Tierra ;
es diseñar, construir y asumir como forma de vida, un nuevo metabolismo social
que la reconozca, la considere y la trate como lo que en realidad es: base
imprescindible y fuente de Vida en Común.
Producir un radical giro sociometabólico que
parta del respeto y el cuidado radical de la Madre Tierra , supone
salirnos de los engranajes del productivismo y el consumismo que hacen girar
“el molino satánico” de la acumulación como fin-en-sí-mismo; supone también
corrernos del industrialismo, del urbanocentrismo y el fetichismo tecnológico
que nos hace creer que el “desarrollo de las fuerzas productivas” es una línea
evolutiva universal y que para cualquier problema social y/o ecológico siempre
bastará y será posible hallar una solución tecnológica. Ese cambio
sociometabólico no implica “aumentar los salarios” sino des-salarizar el
trabajo; no “redistribuir el ingreso”, sino redefinir radicalmente el sentido
social de la riqueza, esta vez, en función de los valores de uso y de la
sustentabilidad de la vida y no de la valorización abstracta y la
super-producción de mercancías.
En fin, procurar ese giro sociometabólico
involucra, en última instancia, des-mercantilizar las emociones, vale decir,
buscar, sentir y vivir la felicidad en las relaciones,
y no en las cosas. En
lugar de la expansión (incluso ‘igualitaria’) de los ‘bienes de consumo’, el
nuevo horizonte utópico que se vislumbra desde esta perspectiva pasa más bien
por un escenario donde “el
hombre socializado, los productores libremente asociados, regulen racionalmente
su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común
en vez de dejarse dominar por él como por un poder ciego, y lo lleven a cabo
con el menor gasto posible de energías y en las condiciones más adecuadas y más
dignas de su naturaleza humana” (Marx,
1981: 1045).
Claro, somos conscientes de que el giro
sociometabólico del que hablamos como medio y proceso revolucionario,
constituye un desafío ideológico, existencial y emocional no apenas para la
derecha, sino también para amplios sectores que se consideran de “izquierda”;
claramente es así para la izquierda oficialista. Todavía estos sectores siguen anclados
en el socialismo (realmente in-existente) del siglo pasado: concibiendo la
revolución como “desarrollo de las fuerzas productivas”, creyendo que el
imperativo de la liberación pasa por “industrializarnos”, “crear puestos de
trabajo”, “aumentar salarios”, construir más carreteras” y “ampliar las
políticas sociales”.
Esos sectores, esa izquierda no percibe aún “los
límites de la civilización industrial” (Lander, 1996); no puede ver más allá
del muro mental de la colonialidad progresista. Justamente, no pueden ver que
más allá de esos muros, hay mucha comunalidad
viviente; personas, organizaciones, comunidades enteras que no demandan
más asfalto ni quieren “progresar”, que no sueñan con “salir de shopping” ni
luchan por el aumento de su “poder adquisitivo”… Sujetos colectivos que, por el
contrario, se hallan movilizados por la defensa de sus territorios, congregados
por los desafíos de la gestión autonómica de la vida en común, por la
producción de la soberanía alimentaria, por la justicia hídrica, la
democratización y sostenibilidad energética.
Esos sujetos -tenemos la esperanza y la
convicción- son quienes que están conjugando en sus luchas, el verbo de la
revolución, del socialismo del siglo XXI… Al comunalizar los bienes, los
nutrientes y las energías, los saberes, los sabores y las semillas, estos
sujetos están emprendiendo el camino de la gran migración civilizatoria que nos
saque del Capitaloceno y nos lleve a la Tierra de un nuevo y auténtico
Antropoceno: la Era
Geológica del Hombre
Nuevo.
Bibliografía:(...)Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=229785
No hay comentarios:
Publicar un comentario